Este magnífico relieve de la escalinata de la Apadana, la sala de audiencias de Persépolis, muestra a soldados medos y persas, los dos pue...
Este magnífico relieve de la escalinata de la Apadana, la sala de audiencias de Persépolis, muestra a soldados medos y persas, los dos pueblos unidos por Ciro. |
En el año 700 a.C. los persas, un grupo de pueblos iranios, se establecen en la meseta del actual Irán. Según la tradición, su primer rey es el mítico Aquemenes, que dará origen a la dinastía aqueménida. El heredero de Aquemenes, Teispes, fundó un reino que bajo sus sucesores Ciro I y Cambises I ganó nuevos territorios.
Pero, aunque Persia adquiría cada vez mayor envergadura, era un estado vasallo de la potente Media. Los medos, un pueblo nómada y semitribal, lucharon contra el Imperio asirio hasta conquistar su capital, Nínive, en el año 612 a.C. Esta victoria los convirtió en dueños de toda la meseta que se extiende entre Mesopotamia y la India, gobernada desde su capital Ecbatana (la actual Hamadán, en Irán). En este contexto tuvo lugar el enlace entre la princesa Mandane, hija del rey medo Astiages, y el rey persa Cambises I, del que nacería Ciro II el Grande.
Ciro era osado y valiente, pero justo y clemente a la vez. El carácter de Ciro se puso pronto de manifiesto. Rey de los persas en 559 a.C., impuso una sólida disciplina a las diferentes tribus, al tiempo que fundaba Pasargada como capital de sus dominios, con el propósito de liberarse del poder medo. Aprovechando la rivalidad existente entre medios y babilonios, consolidó primero su hegemonía en las zonas orientales, al tiempo que atacaba a los pueblos seminómadas de las inmediaciones del mar de Aral.
Aliado del rey neobabilonio, Nabonido, Ciro ataca a Astiages (rey de Media), derrotándolo y saqueando su capital en el año 550 a.C. que caía en manos persas. Derrocado por Ciro, éste le dispensó un trato clemente y en 547 a.C. dirigió sus tropas hacia occidente. En una campaña relámpago conquistó Assur, Armenia, Siria septentrional y Cilicia, para acabar enfrentándose al famoso Creso, rey de Lidia, a quien derrotó en Pteria, en la orilla occidental del río Halys (antigua frontera entre los reinos lidio y medo), tomando Sardes tras un asedio de dos semanas.
DUEÑO DE BABILONIA
El peligro de una Babilonia poderosa a sus espaldas obligó a Ciro a regresar a sus dominios, pero encargó a sus generales la conquista de Caria, Licia y las ciudades griegas de la costa de Anatolia. La habilidad política de Ciro quedó patente en esta ocasión captando la voluntad de los mercaderes griegos que veían unos beneficios pingües en el libre comercio con Oriente, por lo que la campaña fue rápida. Quedaba pendiente la cuestión de Babilonia.
La conquista de Cilicia obligó a los babilonios a buscar otras rutas comerciales y nuevas salidas al Mediterráneo. Nabonido, el último rey caldeo de Babilonia, se había granjeado la enemistad de los poderosos sacerdotes de Marduk, el dios principal de aquella inmensa ciudad, situada a orillas de Éufrates. Aprovechando tales circunstancias, Ciro cruzó en 540 a.C. los montes Zagros para atacar Babilonia, a cuyo frente se hallaba Baltasar, el hijo de Nabonido. Derrotados los babilonios al año siguiente (tras el desvío del cauce del Éufrates por los persas), Ciro entra en Babilonia en octubre del 539 a.C. como libertador, tal como refleja el Cilindro de Ciro, una inscripción cuneiforme hallada en la ciudad.
El monarca persa volvió a dar muestras de su astucia política y su talante conciliador, manteniendo a los funcionarios locales en sus puestos y liberando, por ejemplo, a los hebreos, a quienes Nabucodonosor había deportado cincuenta años antes. Eso hizo que Palestina y Siria, que rendían vasallaje a Babilonia, reconocieran de inmediato la autoridad de Ciro, quien en algo menos de quince años había dejado de ser el señor de un modesto reino para convertirse en el caudillo de un imperio como jamás antes se había conocido.
Las medidas de carácter organizativo de tan vastos dominios y las fronteras orientales del imperio reclamaron en los años siguientes la atención de Ciro.
EL PODERÍO AQUEMÉNIDA
El imperio fue dividido en circunscripciones administrativo-militares, las satrapías, a cuyo frente se hallaba el sátrapa (”protector del reino”) o gobernador. Sus funciones consistían en controlar el orden en su provincia, recaudar el tributo y enviarlo al rey, actuar como juez supremo y mantener acantonadas a las tropas, que solían estar a las órdenes de un general, o káranos, o de los gobernadores de fortalezas, llamados argapat. Tenía, además, derecho a declarar la guerra a tribus o ciudades que se sublevasen y potestad para acuñar moneda.
Regalos para el gran rey. Dignatarios medos, con sus gorros de fieltro, ascienden en respetuosa procesión para llevar sus tributos al Gran Rey en este relieve de Persépolis. |
DUEÑO DE BABILONIA
El peligro de una Babilonia poderosa a sus espaldas obligó a Ciro a regresar a sus dominios, pero encargó a sus generales la conquista de Caria, Licia y las ciudades griegas de la costa de Anatolia. La habilidad política de Ciro quedó patente en esta ocasión captando la voluntad de los mercaderes griegos que veían unos beneficios pingües en el libre comercio con Oriente, por lo que la campaña fue rápida. Quedaba pendiente la cuestión de Babilonia.
La conquista de Cilicia obligó a los babilonios a buscar otras rutas comerciales y nuevas salidas al Mediterráneo. Nabonido, el último rey caldeo de Babilonia, se había granjeado la enemistad de los poderosos sacerdotes de Marduk, el dios principal de aquella inmensa ciudad, situada a orillas de Éufrates. Aprovechando tales circunstancias, Ciro cruzó en 540 a.C. los montes Zagros para atacar Babilonia, a cuyo frente se hallaba Baltasar, el hijo de Nabonido. Derrotados los babilonios al año siguiente (tras el desvío del cauce del Éufrates por los persas), Ciro entra en Babilonia en octubre del 539 a.C. como libertador, tal como refleja el Cilindro de Ciro, una inscripción cuneiforme hallada en la ciudad.
Cilindro de Ciro, en el que se recoge la conquista de Babilonia y las medidas tomadas por el rey aqueménida tras la misma. Museo Británico, Londres |
El monarca persa volvió a dar muestras de su astucia política y su talante conciliador, manteniendo a los funcionarios locales en sus puestos y liberando, por ejemplo, a los hebreos, a quienes Nabucodonosor había deportado cincuenta años antes. Eso hizo que Palestina y Siria, que rendían vasallaje a Babilonia, reconocieran de inmediato la autoridad de Ciro, quien en algo menos de quince años había dejado de ser el señor de un modesto reino para convertirse en el caudillo de un imperio como jamás antes se había conocido.
Las medidas de carácter organizativo de tan vastos dominios y las fronteras orientales del imperio reclamaron en los años siguientes la atención de Ciro.
EL PODERÍO AQUEMÉNIDA
El imperio fue dividido en circunscripciones administrativo-militares, las satrapías, a cuyo frente se hallaba el sátrapa (”protector del reino”) o gobernador. Sus funciones consistían en controlar el orden en su provincia, recaudar el tributo y enviarlo al rey, actuar como juez supremo y mantener acantonadas a las tropas, que solían estar a las órdenes de un general, o káranos, o de los gobernadores de fortalezas, llamados argapat. Tenía, además, derecho a declarar la guerra a tribus o ciudades que se sublevasen y potestad para acuñar moneda.
El cargo, en ocasiones, era hereditario y solía ser desempeñado por persas y medos que gozaban de la confianza del rey, quien, además, contaba con unos funcionarios que solo rendían cuentas ante el monarca (los llamados “ojos y oídos del rey”) y que velaban para evitar las veleidades levantiscas de los sátrapas. De la eficiencia del sistema da prueba que el mismo perdurase hasta el final de la dinastía aqueménida y que no volviera a darse una organización similar en el mundo antiguo hasta época romana.
En tiempos de Darío I el imperio persa estaba dividido en unas 20 satrapías.
Se produjo, así mismo, una reorganización tributaria y militar. El tributo impuesto a cada satrapía debía satisfacerse anualmente en especie o en oro y plata, y podía variar de año en año según las cosechas fueran mejores o peores. Para facilitar la recaudación de impuestos, de los que estaban exentos los persas, se adoptó un sistema monetario bimetálico, a semejanza del que regía en Lidia.
Se produjo, así mismo, una reorganización tributaria y militar. El tributo impuesto a cada satrapía debía satisfacerse anualmente en especie o en oro y plata, y podía variar de año en año según las cosechas fueran mejores o peores. Para facilitar la recaudación de impuestos, de los que estaban exentos los persas, se adoptó un sistema monetario bimetálico, a semejanza del que regía en Lidia.
Se basaba en una moneda de oro (llamada “dárico” en tiempos de Darío I) de unos 8 gramos de peso, y una moneda de plata de unos 14 gramos, el siclo o shekel, para facilitar el comercio con el occidente griego y con siria y palestina, donde regía un sistema monetario basado en la plata. la relación del cambio entre el oro y la plata era de 1:15.
Por otra parte, el núcleo del ejército real estaba compuesto por persas y medos, encuadrados en contingentes de infantería y de caballería. El número de tropas que operaban en carros se redujo debido a la escasa maniobrabilidad de estos vehículos. El soberano contaba con una guardia personal integrada por dos mil lanceros y diez mil infantes de élite, a quienes los historiadores griegos denominaron “los Inmortales”, dado que su número se mantenía siempre más o menos inalterado.
La permisividad aqueménida con los pueblos sometidos fue considerable. Los sistemas legislativos locales siguieron en vigor, los funcionarios nativos continuaron ocupando puestos fundamentales de la administración y la tolerancia religiosa fue absoluta, algo de lo que se jactaría Ciro tras restaurar los templos y los cultos locales tras la toma de Babilonia y devolviendo a su patria a pueblos deportados (judíos).
UN IMPERIO INTEGRADOR
Una extensa red viaria unía Susa, la capital del imperio en tiempos de Ciro, con los lugares más distantes. Las rutas principales enlazaban Susa con Sardes, en los confines occidentales, y con el lejano valle del indo en los orientales, existiendo además rutas secundarias y transversales. El historiador griego Heródoto facilita una descripción de la ruta occidental, que tenía unos 2.700 kilómetros y contaba con algo más de cien postas. Estos establecimientos hacían más seguro y rápido el trayecto: en ellos los viajeros podían descansar y comer, así como proveerse de caballos de refresco.
Aunque el persa (lengua indoeuropea), el elamita y el acadio se utilizaron como lenguas habituales, se tomó la sabia decisión de adoptar el arameo como lengua oficial por su gran difusión en el Creciente Fértil (la región comprendida entre el Nilo y los ríos Tigris y Éufrates), y porque sus caracteres podían reproducirse en tinta sobre pergamino y no necesitaban ser grabados en tablillas de arcilla como la escritura cuneiforme. Así, el imperio contaría con su propia unidad lingüística.
Ciro no pudo culminar su proyecto de conquistar Egipto, algo que haría su hijo Cambises II, a quien había dejado en Ecbatana asociado al trono antes de partir al este. La muerte le sorprendió en el 530 a.C. en el curso de una campaña contra los levantiscos masagetas, un pueblo semi-nómada asentado cerca del mar de Aral. Pero los cimientos del imperio aqueménida estaban bien asentados y Darío I (522-486 a.C.) llevó sus fronteras hasta la India en el este y hasta Macedonia en el oeste.
Fuentes:
- Antigua Persia. J. Wiesehöfer. Acento, Madrid 2003. Ciro el Grande. H. Lamb. RBA, Barcelona 2000.
- Los persas. Jaime Alvar. Akal, Madrid 1989.
- Historia (libro I). Heródoto. Trad. de C. Scharader. Gredos, Madtrid.
- http://es.wikipedia.org/Ciro_el_Grande
Por otra parte, el núcleo del ejército real estaba compuesto por persas y medos, encuadrados en contingentes de infantería y de caballería. El número de tropas que operaban en carros se redujo debido a la escasa maniobrabilidad de estos vehículos. El soberano contaba con una guardia personal integrada por dos mil lanceros y diez mil infantes de élite, a quienes los historiadores griegos denominaron “los Inmortales”, dado que su número se mantenía siempre más o menos inalterado.
La permisividad aqueménida con los pueblos sometidos fue considerable. Los sistemas legislativos locales siguieron en vigor, los funcionarios nativos continuaron ocupando puestos fundamentales de la administración y la tolerancia religiosa fue absoluta, algo de lo que se jactaría Ciro tras restaurar los templos y los cultos locales tras la toma de Babilonia y devolviendo a su patria a pueblos deportados (judíos).
UN IMPERIO INTEGRADOR
Una extensa red viaria unía Susa, la capital del imperio en tiempos de Ciro, con los lugares más distantes. Las rutas principales enlazaban Susa con Sardes, en los confines occidentales, y con el lejano valle del indo en los orientales, existiendo además rutas secundarias y transversales. El historiador griego Heródoto facilita una descripción de la ruta occidental, que tenía unos 2.700 kilómetros y contaba con algo más de cien postas. Estos establecimientos hacían más seguro y rápido el trayecto: en ellos los viajeros podían descansar y comer, así como proveerse de caballos de refresco.
Aunque el persa (lengua indoeuropea), el elamita y el acadio se utilizaron como lenguas habituales, se tomó la sabia decisión de adoptar el arameo como lengua oficial por su gran difusión en el Creciente Fértil (la región comprendida entre el Nilo y los ríos Tigris y Éufrates), y porque sus caracteres podían reproducirse en tinta sobre pergamino y no necesitaban ser grabados en tablillas de arcilla como la escritura cuneiforme. Así, el imperio contaría con su propia unidad lingüística.
Ciro no pudo culminar su proyecto de conquistar Egipto, algo que haría su hijo Cambises II, a quien había dejado en Ecbatana asociado al trono antes de partir al este. La muerte le sorprendió en el 530 a.C. en el curso de una campaña contra los levantiscos masagetas, un pueblo semi-nómada asentado cerca del mar de Aral. Pero los cimientos del imperio aqueménida estaban bien asentados y Darío I (522-486 a.C.) llevó sus fronteras hasta la India en el este y hasta Macedonia en el oeste.
Fuentes:
- Antigua Persia. J. Wiesehöfer. Acento, Madrid 2003. Ciro el Grande. H. Lamb. RBA, Barcelona 2000.
- Los persas. Jaime Alvar. Akal, Madrid 1989.
- Historia (libro I). Heródoto. Trad. de C. Scharader. Gredos, Madtrid.
- http://es.wikipedia.org/Ciro_el_Grande
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