El cuerpo humano alberga unos 40 billones de bacterias. Esta imagen de microscopio electrónico en falso color revela una de ellas: Staphyl...
El intestino y el cerebro intercambian información y se influyen mutuamente gracias a una compleja red en la que intervienen los sistemas nervioso, inmunitario y endocrino.
20 mayo 2023.- Cuesta creer que hasta hace 20 años apenas se supiera nada de los 40 billones de microbios que albergamos en nuestro organismo. Hongos, levaduras, virus, arqueas y, sobre todo, bacterias pueblan todas las superficies de nuestro cuerpo: boca, nariz, ojos, piel, tracto urogenital, vías respiratorias… Pero la inmensa mayoría se concentra en el colon, el último tramo del intestino grueso.
Desde allí, estos seres microscópicos actúan como un solo órgano y realizan funciones cruciales para la vida, desde digerir alimentos y extraer de ellos hasta el último ápice de energía, hasta fabricar vitaminas y moléculas esenciales o entrenar nuestro sistema inmunitario. Dado que hoy contamos con la tecnología necesaria para identificar qué microbio está ahí y cuál es su función, ahora incluso podemos observar cómo este ejército tiene el poder de «encender» o «apagar» determinados genes.
Todavía queda mucho por saber, pero es evidente que el estudio de la microbiota intestinal está en plena efervescencia. Basta fijarse en el aumento de artículos científicos sobre el tema: mientras que en 1980 se publicaron solo 11 trabajos en todo el mundo, en 2018 vieron la luz más de 13.000, una cifra que ha aumentado de forma exponencial en los últimos cinco años.
Se ha investigado la relación de la microbiota con prácticamente cualquier enfermedad humana: cáncer, diabetes, obesidad, lupus, hígado graso, malnutrición, autismo, esclerosis múltiple, alzhéimer, depresión o asma, entre otras. Incluso se ha apuntado que factores tan dispares como la longevidad, la calidad del sueño o el rendimiento deportivo pasan indefectiblemente por esos okupas intestinales.
El colon es un gran centro de operaciones: las bacterias que alberga fabrican moléculas capaces de transmitir información a nuestro cerebro. Esta recreación en 3D de las microvellosidades del intestino grueso muestra los microorganismos que lo pueblan. Foto: Oleksandra Troian /ISstock.El eje intestino-cerebro es uno de los ámbitos más fructíferos en la investigación microbiótica. Desde 2002 se han publicado 2.275 artículos científicos, la mayoría en los últimos seis años, que hablan de la conexión entre ambos órganos. El University College de Cork es la institución que cuenta con más publicaciones en esta área, y Cryan y Dinan están considerados los autores más relevantes del mundo.
Fueron ellos quienes descubrieron que las bacterias intestinales desempeñan un papel fundamental en la regulación del sistema nervioso central. Sus experimentos –los más originales e incluso divertidos en este ámbito– les han permitido explicar el funcionamiento del eje intestino-cerebro, o cómo ambos órganos dialogan constantemente utilizando un complejo entramado de canales que se extiende desde el nervio vago hasta el sistema inmunitario como una auténtica autopista entre ambos. Por esos canales circulan en ambos sentidos información, mensajes y señales, gracias a los cuales el cerebro y el intestino están en perpetua conexión.
Las consecuencias de tan estrecha relación las experimentamos casi a diario de forma inconsciente: basta estar estresado para notar desajustes intestinales, o tener un buen disgusto para sentir dolor de estómago ipso facto.
En 2022 la pareja de científicos demostró que es posible revertir el deterioro cognitivo propio de la edad utilizando la microbiota intestinal. Transfirieron heces de roedores jóvenes a ratones viejos y, además, los alimentaron durante dos meses con un batido de estiércol repleto de microbios intestinales. No es de extrañar que cueste encontrar voluntarios humanos para este tipo de experimentos. Pues bien: no solo observaron que la composición de la microbiota de los animales seniles comenzaba a parecerse a la de los jóvenes, sino que además vieron cómo mejoraban algunas de sus capacidades cognitivas, como las de aprendizaje y memoria espacial a largo plazo.
Este estudio allana el camino para plantear intervenciones personalizadas con cócteles de bacterias –los llamados probióticos, microorganismos vivos que, administrados en una cantidad determinada, se ha demostrado científicamente que tienen un beneficio para la salud– o incluso realizando trasplantes de materia fecal que nos permitan cumplir años con calidad de vida. Tal vez la llave contra el deterioro del cerebro radique a menos de un metro de distancia de este.
La asociación entre cerebro e intestino se descubrió científicamente en el siglo XVIII; fue un médico francés, Marie François Xavier Bichat, quien se percató de que el tubo digestivo cuenta con su propio sistema nervioso, el llamado sistema nervioso entérico, que depende del cerebro. Tres siglos más tarde, Michael Gershon, neurocientífico de la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, retomó aquellas investigaciones preliminares y descubrió que el intestino está poblado por centenares de millones de neuronas, muchas más de las que tienen la médula espinal y el sistema nervioso periférico juntos. Aquel sorprendente hallazgo le hizo acuñar el término de «segundo cerebro», que, aunque no es muy preciso, sigue siendo popular. Con él entendemos que las neuronas intestinales, a diferencia de las del cerebro, tal vez no puedan razonar ni tomar decisiones, pero sí «sienten» y envían información sobre su entorno a sus homólogas en el sistema nervioso central para que, ellas sí, actúen.
En esa comunicación continua entre tripas y mente, la microbiota intestinal desempeña un papel esencial. Desde el colon, en la más completa oscuridad y en un ambiente sin pizca de oxígeno, las bacterias fabrican moléculas a partir de los alimentos que ingerimos, como obreros en la cadena de montaje de una factoría que elaboran productos a partir de una materia prima. Estas moléculas transmisoras son capaces de emitir información en cadena y, de este modo, «saltar» al cerebro e influir en la salud cerebral y el bienestar emocional; incluso pueden llegar a modificar nuestro carácter o dictar nuestros gustos.
El microbioma humano está compuesto por miles de millones de bacterias, virus, arqueobacterias y hongos que viven dentro de nuestro tracto intestinal y en otras partes dentro y sobre nuestro cuerpo. Estos residentes internos nos ayudan de muchas maneras, algunas de las cuales los científicos están descubriendo.El estilo de vida occidental y una dieta de alimentos ultraprocesados, nos ha hecho perder bacterias a mansalva
La ciencia de la microbiota es aún incipiente, pero si algo hemos aprendido en estos 20 años de investigación es que no existe una definición de cómo debe ser una comunidad de microorganismos ideal que actúe como escudo protector y nos defienda ante las adversidades. Lo que sí sabemos es que las personas sanas poseen una microbiota que goza de tres cualidades: es equilibrada, diversa y resiliente. Y se ha comprobado que para que esta ingente orquesta de microbios funcione lo mejor posible, son cruciales los mil primeros días de vida, que es el período durante el cual se establece.
El núcleo duro de bacterias lo heredamos de nuestra madre durante el parto, siempre y cuando este sea vaginal, ya que solo de este modo se produce una descarga microbiana. Posteriormente vamos sumando nuevas especies a partir de la lactancia materna, la alimentación y el entorno en el que vivimos. Cuando estos ritos fundacionales se alteran, como sucede si el nacimiento es por cesárea o si se ingieren repetidamente antibióticos durante los primeros años de vida, se incrementa el riesgo de desarrollar en un futuro enfermedades autoinmunes o metabólicas, como asma, alergias u obesidad.
Se calcula que albergamos en nuestros intestinos unas 1.200 especies distintas de microorganismos. Aunque a simple vista pueda parecer una cantidad desorbitada, son muchas menos de las que tienen algunas comunidades humanas que mantienen un estilo de vida más tradicional. Es el caso de los indios yanomami de Venezuela, quienes hasta 2016 vivieron completamente aislados del resto del planeta, ocultos en la selva amazónica.
Entre los primeros científicos que lograron acercarse a ellos estaba María Gloria Domínguez Bello, microbióloga de origen venezolano asentada en Estados Unidos desde hace décadas, actualmente en la Universidad Rutgers. No solo los entrevistó, sino que además tomó cientos de muestras de sus deposiciones diarias. Gracias a sus estudios, hoy sabemos que los miembros de esta comunidad indígena tienen al menos 1.600 especies distintas de bacterias en sus intestinos cumpliendo funciones muy útiles para su salud. Lamentablemente, son especies de las que el resto de los humanos ya nunca nos beneficiaremos. Nuestro estilo de vida occidental, estresado y sedentario, eminentemente urbano y con una dieta rica en alimentos ultraprocesados, nos ha hecho perder bacterias a mansalva en los últimos 70 años. Y vamos de mal en peor, arrasando nuestro ecosistema interior; tanto es así que Domínguez Bello ha propuesto crear una especie de arca de Noé de bacterias para evitar que desaparezcan antes de que ni siquiera sepamos que han existido ni qué funciones cumplían.
El mapa del microbioma humano que está elaborando el Centro de Biología Celular, Computacional e Integrativa (CIBIO) de la Universidad de Trento es por todo ello esencial. En este instituto de investigación de Italia, Mireia Valles Colomer investiga cómo adquirimos todas esas especies de bacterias a lo largo de nuestra vida, dependiendo de las relaciones que establecemos con otras personas y con el entorno. A partir de aquí, traza árboles genealógicos microbianos que registran adquisiciones y pérdidas. A principios de 2023 publicó el estudio más ambicioso jamás realizado sobre este tema. Tomando bases de datos públicas y estableciendo alianzas con investigadores de todo el planeta, obtuvo un millar de muestras de saliva y heces procedentes de más de 20 países.
Si compartimos bacterias y sabemos que algunas están relacionadas con enfermedades, ¿implica eso que podemos compartir salud, pero también enfermedad? Por ahora, es una hipótesis que hay que explorar. Los análisis filogenéticos como el del CIBIO de la Universidad de Trento pueden arrojar luz sobre esta cuestión que atañe a la influencia del entorno. También sobre cuándo es más efectivo administrar un tratamiento con bacterias para que estas tengan más opciones de colonizar el intestino. Por ejemplo, se ha visto que los niños tienen una microbiota más receptiva que los adultos; quizás, en un futuro, a los menores que crecen en ciudades, menos expuestos a bacterias del entorno, se les podrá dar cócteles probióticos personalizados, del mismo modo que ahora toman hierro o vitamina D, para garantizar la diversidad en sus intestinos y así prevenir enfermedades.
Enterobacter cloacae vive en el intestino humano como parte de la población bacteriana normal. Al igual que otras bacterias, para mostrar sus bondades tiene que estar en equilibrio. Cuando esto no ocurre, E. cloacae puede causar infecciones respiratorias. Foto: © M. Oeggerli (Micronaut) 2022, con el apoyo del Instituto de Patología del Hospital Universitario de Basilea y la Escuela de Ciencias de la Vida, FHNW, Muttenz.Aunque en un futuro los trasplantes fecales estén más extendidos y algunos de estos métodos experimentales puedan demostrarse útiles, hoy por hoy los tratamientos personalizados de microbiota más avanzados pasan por los cócteles con probióticos y psicobióticos; estos últimos contendrían microbios vivos específicos cuyo efecto positivo sobre la salud mental ha sido comprobado.
Otro tratamiento en alza que se está probando pasa por la acción más primaria: alimentarse bien. Hace unos meses realizaron un experimento con universitarios en época de exámenes a los que les cambiaron su dieta basada en alimentos precocinados ultraprocesados por otra rica en productos de origen vegetal. El resultado fue impresionante: el nivel de estrés de los jóvenes se redujo, aumentó su calidad del sueño e incluso mejoraron los resultados académicos.
Entre tanto, en el hospital Vall d’Hebron de Barcelona, la psiquiatra Amanda Rodríguez ya receta a sus pacientes cambios en su alimentación y probióticos. «Modulando los microorganismos podemos influir en los síntomas de la enfermedad mental, y no solo en casos de ansiedad o depresión, sino también de alzhéimer, párkinson, epilepsia y autismo. La microbiota intestinal puede ser una diana terapéutica», insiste con vehemencia esta doctora, que se confiesa fan de las bacterias intestinales y de su potencial.
Para el estudio de los trasplantes fecales como tratamiento, se necesitan biobancos de heces de donantes. En España está el del hospital Gregorio Marañón, en Madrid, y el del hospital de Bellvitge de Barcelona. La transferencia al paciente se hace por colonoscopia o por vía oral, con cápsulas liofilizadas. Foto: Manjurul Haque / Alamy (izquierda); Marc Bruxelle /Istock (derecha).Da cierto reparo pensarlo, pero esas hordas de microorganismos intestinales amontonados en los recovecos del colon no solo influyen en la salud, sino también, de alguna forma, en lo más profundo de nuestra esencia, en quiénes somos y cómo somos. Incluso son clave en la motivación para hacer ejercicio, tal como ha descubierto el doctor Christoph Thaiss de la Universidad de Pennsylvania.
Se han publicado numerosos trabajos que han aportado evidencias sobre la relación entre una microbiota intestinal alterada y un mayor riesgo de desarrollar un tumor, sobre todo de colon, hígado y páncreas.
Núria Malats, científica del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), en Madrid, ha dedicado toda su carrera profesional al estudio del cáncer de páncreas, que da una esperanza de vida aciaga a quienes lo padecen y cuya incidencia sigue aumentando en Occidente. «Que la microbiota sea el detonante inicial no está claro, pero sí puede facilitar el progreso del tumor», indica esta reconocida oncóloga.
Los tumores de páncreas se presentan casi siempre asintomáticos, de modo que suelen diagnosticarse en fases ya metastásicas, lo que reduce las ya de por sí escasas opciones de tratamiento. Malats llevaba mucho tiempo buscando formas de diagnosticarlo en una fase inicial. Hace unos años, diversos estudios señalaron que la periodontitis, una infección de las encías, parecía estar relacionada con un riesgo incrementado de desarrollar este tumor. Aquello le dio una idea para emprender un estudio con un gran número de pacientes y explorar esa posible relación. Procedió entonces a recolectar muestras de saliva y de heces de personas con tumores de páncreas y, al analizarlas, se percató, para su sorpresa, de que no eran las bacterias de la boca, tal como esperaba, las protagonistas de esta historia.
«Hay un conjunto de 27 organismos, prácticamente todos ellos bacterias, que cuando se presentan en cantidades elevadas predicen que hay un tumor de páncreas en estado inicial», explica Malats. Esto es relevante porque abre la puerta a realizar cirugía y extirpar la masa tumoral, que por ahora es el único tratamiento efectivo. Pero es que además, «muchas de las bacterias que hemos identificado también están implicadas en el cáncer de colon y quizás una dieta nutrigenómica –aquella que tiene en cuenta el efecto de los alimentos sobre los genes– reducirá su riesgo».
La lucha contra la enfermedad que más muertes causa en el mundo blandiendo el arma de los microorganismos que albergamos en nuestro interior acaba de empezar. En el futuro, en el tratamiento contra el cáncer deberá tenerse en cuenta la microbiota como un factor más que influye en el desarrollo de la enfermedad y que permitirá que los individuos se beneficien de intervenciones de medicina personalizada. «Y las personas de alto riesgo podrán entrar en programas de cribado para controlar si están desarrollando un cáncer en estado precoz», asegura Malats. El futuro no es de color rosa: «La microbiota tampoco será capaz de curar el cáncer –dice con rotundidad–, pero tendrá un papel destacado en su diagnóstico precoz y en su tratamiento».
Fuente: Cristina Sáez, "La ciencia de la microbiota".
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