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La revolución cantonalista que estalló en julio de 1873 desembocó en un largo asedio sobre Cartagena, que fue sometida a un implacable bombardeo hasta su rendición.
09 julio 2023.- El sexenio revolucionario iniciado en 1868 con la expulsión de la dinastía borbónica y el establecimiento de una monarquía constitucional encarnada en un nuevo rey, Amadeo de Saboya, entró en 1873 en su período de mayor incertidumbre. En febrero, tras la abdicación de Amadeo, se proclamó la república. Las elecciones que siguieron a la abdicación las ganó el Partido Federalista, el cual pretendía dar una mayor autonomía a las diferentes regiones del país, con el fin de crear un estado federal según el modelo americano.
En los años anteriores ese había sido el objetivo de los republicanos, que ahora estaban muy divididos. Unos eran partidarios de una república unitaria, mientras que otros pugnaban por un modelo federal. Se oponían también los republicanos moderados, que creían en los métodos electorales, a los intransigentes, que apostaban por una insurrección para imponer su modelo de república.
En mayo de 1873 se celebraron las elecciones a Cortes constituyentes. Sin la participación de los partidos monárquicos y conservadores, los republicanos federales obtuvieron una abrumadora mayoría. El 7 de junio se proclamó la República federal, por la que España (incluyendo Cuba y Puerto Rico) debía organizarse en 17 «estados», siguiendo el ejemplo de la república de Estados Unidos.
La caricatura que abre este artículo, aparecida en el semanario barcelonés La Flaca el 1 de mayo de 1873, ilustra el enfrentamiento entre las distintas corrientes republicanas antes de las elecciones constituyentes de mayo de 1873. Un republicano unionista, vestido como un burgués, y uno federal, con blusa de menestral, se disputan la República, tocada con el gorro frigio y con la bandera roja republicana en el regazo.
ESTALLA UNA INSURRECCIÓN
Al considerar que una España federal sólo se podía conseguir por medio de la fuerza, los diputados más radicales se conjuraron para levantar en armas a algunas ciudades, con la esperanza de arrastrar al resto del país con ellos. El núcleo de la revuelta sería Cartagena, pues a sus excelentes defensas se sumaba la presencia en el puerto de la mayoría de la Armada, un recurso militar de primer orden con el que extender su revolución. El plan era dividir el país en una suerte de repúblicas semiindependientes, llamadas cantones, que se gestionarían a si mismas al margen del gobierno central.
Tres semanas más tarde, los republicanos más radicales abandonaron las Cortes para lanzarse de lleno a la vía revolucionaria. Su objetivo era organizar motines para proclamar en cada ciudad los llamados cantones, entidades autónomas de gobierno que debían construir un estado federal desde abajo. Tras ello se pondrían en marcha importantes reformas sociales, como la supresión de impuestos, la expropiación de bienes a la Iglesia, la abolición del clero regular y de las quintas (el reclutamiento obligatorio, del que se libraban quienes tenían dinero para pagar la exención del servicio militar) o la reducción de la jornada laboral.
Asimismo se empezó a publicar un diario, llamado El Cantón Murciano, para publicitar entre el pueblo las medidas emprendidas por la Junta. La ciudad acuñó también su propia moneda, con la plata requisada a los ciudadanos más pudientes y la extraída de unas minas cercanas.
La revolución estalló el 12 de julio en Cartagena. Al grito de «¡Viva la Federal!» y con la bandera roja como enseña, los republicanos tomaron el Ayuntamiento y crearon una junta revolucionaria. En Madrid, la noticia provocó la caída del presidente del Gobierno, Francisco Pi y Margall, al que se acusó de complicidad con el movimiento, y que fue sustituido por el republicano moderado Salmerón. Esto hizo que la insurrección se propagara por otras ciudades, sobre todo de Andalucía y Levante, como Málaga, Sevilla, Granada, Valencia, Algeciras, Alcoy o Castellón.
Dado que el cantón no disponía de acceso a las provincias agrícolas del interior (dominadas por sus enemigos), era preciso expandir el movimiento tanto por tierra como por mar para asegurar, por un lado las subsistencias y por el otro la división de las fuerzas del gobierno entre diversos focos revolucionarios.
Por suerte para los cantonales, las naves capturadas eran las mejores de la flota. Entre ellas cinco modernas fragatas acorazadas impulsadas por vapor y armadas con baterías de formidables cañones. No obstante, su efectividad se vio algo mermada por la expulsión de la mayoría de los oficiales, que rehusaron tomar parte en la revuelta. Dirigidas por inexpertos políticos y capitanes mercantes, las naves serían propicias a accidentes que llegaron a costar vidas.
En la mayoría de localidades el alzamiento duró apenas unos días. Muchas veces, la sola presencia de la Guardia Civil bastó para que los insurrectos abandonasen su postura, sin necesidad de disparar un tiro. En otros lugares fue necesaria la acción militar, incluso con fuego artillero, como en Valencia. El 12 de agosto se habían rendido todos los cantones menos dos: Málaga y Cartagena. Después de que el Gobierno, presidido ahora por Emilio Castelar, declarara el estado de sitio, Málaga se rindió el 19 de septiembre, con lo que Cartagena quedó como el único bastión de la insurrección.
CARTAGENA, EL ÚLTIMO BASTIÓN FEDERALISTA
Con cerca de 80.000 habitantes, Cartagena era una plaza militar estratégica. Estaba protegida por un poderoso sistema de murallas y contaba con una importante base naval en la que se hallaban estacionados más de la mitad de los buques de guerra de la Armada española.
Precisamente los marinos de la base tuvieron un gran protagonismo en el inicio del motín. Tras encarcelar a los oficiales, se hicieron con los buques y, bajo el mando de capitanes de marina mercante, zarparon a otras ciudades costeras buscando que se sumaran a la insurrección. Fuera por la amenaza de bombardeos o por convicción, consiguieron que Almería, Alicante, Málaga y otros enclaves se sumasen al movimiento, al menos por unos días o semanas, aunque cuando los navíos levaron anclas casi todas esas ciudades abandonaron la rebelión.
Más tarde, el Gobierno declaró pirata a todo navío que portase la bandera roja, lo que facilitó que buques alemanes e ingleses los capturasen para internarlos en Gibraltar antes de devolverlos al Gobierno de Madrid. La flota cantonalista fue entonces más prudente en sus salidas.
Los cantonalistas de Cartagena estaban dirigidos por el diputado republicano Antonio Gálvez Arce y, en el terreno militar, por el general Juan Contreras San Román, anterior capitán general de Cataluña. Pese a su entusiasmo revolucionario, su inferioridad militar frente al ejército regular era patente. El 10 de agosto, 3.000 voluntarios del cantón se enfrentaron en Chinchilla con las tropas del general Martínez Campos, que sitiaba Valencia, y se retiraron en desbandada tras sufrir 500 bajas.
Tras tomar Valencia, el Gobierno concentró sus fuerzas contra Cartagena, dejando incluso en segundo plano la guerra contra los carlistas, alzados en armas desde el año anterior. El general Arsenio Martínez Campos, un conservador y monárquico enemigo de toda revolución, dirigió las operaciones. Al mando de unos 10.000 hombres y 70 piezas de artillería, puso sitio a Cartagena el 15 de agosto.
La región de Murcia fue atacada a su vez por el ejército centralista, los cantonales fueron derrotados en Chinchilla y la ciudad tomada el 12 de agosto. Tres días más tarde, los centralistas se encontraban ante los muros de Cartagena y procedían al asedio del último reducto de la revuelta. Aislados por tierra, los rebeldes pusieron sus esperanzas en la flota, con la que pretendían conseguir alimentos y municiones para resistir el sitio.
A mediados de setiembre se realizaron dos nuevas incursiones contra los pueblos de Torrevieja y Águilas, en los que se capturaron provisiones y se cobró el impuesto revolucionario. Un tercer ataque, esta vez sobre Alicante, fue rechazado por el fuego de las baterías del puerto a finales de mes.
Combate de Portmán, grabado de Daniel Vierge publicado en octubre de 1873.
El 11 de octubre se produjo la única batalla naval propiamente dicha de la revuelta. El contralmirante Miguel Lobo y Malagamba tomó posesión en Gibraltar de las fragatas cantonales capturadas, y se enfrentó a los insurrectos en la bahía de Portmán, cerca de Cartagena.
El Gobierno también quiso bloquear Cartagena por mar, lo que dio lugar a un enfrentamiento naval, el llamado combate de Portmán, sin resultados concluyentes. A mediados de octubre, la flota gubernamental bloqueó el puerto, pero sin atreverse a forzar su entrada dada la magnitud de sus defensas.
La nave insignia rebelde, la fragata Numancia avanzó demasiado rápido y se quedó aislada en medio de las naves gubernamentales, que la obligaron a retirarse gravemente dañada. El resto de la escuadra cantonal fue asimismo rechazada por las andanadas centralistas, así que viraron hacia el oeste para refugiarse en Cartagena. Lobo intentó embestir con la fragata Vitoria a una de las naves en retirada, pero la fragata francesa Semiramis (que observaba el combate) se interpuso para evitar una mayor pérdida de vidas.
Pese a esta victoria, el almirante centralista no bloqueó el puerto rebelde, sino que se retiró a Gibraltar para conservar combustible. Gracias a la libertad de acción que les dio la desaparición del enemigo, los cantonales pudieron reparar sus naves, y realizar una expedición de saqueo contra Valencia.
BOMBAS, HAMBRE Y SOBORNOS
Tomar la ciudad no era una empresa fácil. En Cartagena se habían refugiado buena parte de los cantonalistas del sur de España dispuestos a resistir, lo que arrojaba un total de unos 10.000 defensores armados, con 323 cañones ubicados en los distintos fuertes que protegían la ciudad. Además, el Gobierno deseaba evitar un baño de sangre y prefería la negociación, lo que llevó a Martínez Campos a presentar la dimisión, siendo sustituido por el general Francisco Ceballos.
Diversos factores fueron minando la resistencia de Cartagena. Uno eran los incesantes bombardeos, que obligaron a evacuar a las mujeres y los niños. Agentes gubernamentales infiltrados sembraron el descontento y trataron de sobornar a los mandos cantonalistas. Había una escasez creciente de alimentos y de agua. El Gobierno, optando ya por la vía de la fuerza, puso a un nuevo general, José López Domínguez, al mando del asedio y reforzó las tropas con 4.000 hombres y 24 cañones más.
El 30 de diciembre estalló en el puerto la fragata blindada Tetuán, posiblemente por sabotaje, y cuatro días más tarde, el 3 de enero de 1874, un obús impactó en el arsenal del parque de artillería de la ciudad, causando 400 muertos.
En una carta al presidente de EE.UU., el líder cantonalista Roque Barcia clamaba: «Hace 21 días y 21 noches que están vomitando sobre nosotros el hierro de la muerte, como si fuéramos fieras del bosque o perros rabiosos. [...]. Sépalo la América, sépalo la Europa, sépalo el mundo, aquí se comete un atentado horrible».
Pero lo que selló definitivamente la suerte de Cartagena fue el golpe del general Manuel Pavía en Madrid ese mismo 3 de enero. Al disolver las Cortes a punta de bayoneta, Pavía acabó con la esperanza cantonalista de una nueva mayoría parlamentaria que les amparase políticamente. Una semana más tarde, los oficiales que defendían el castillo de la Atalaya se entregaron tras aceptar sobornos. Solo quedaba negociar la rendición.
Desprovistos de medios para continuar la defensa, los cantonales se fueron entregando, hasta que el 12 de enero de 1874 la ciudad se rindió finalmente a los centralistas. El gobierno otorgó la amnistía a todos los rebeldes, salvo para los integrantes de la junta. Sin más alternativa que la huida o la ejecución, los líderes rebeldes se embarcaron en las tres últimas naves de la flota y pusieron rumbo a la colonia francesa de Argelia en el norte de África.
Los restos de la escuadra cantonal fueron requisados por los franceses, a la vez que los líderes rebeldes eran encarcelados en Orán. Las naves fueron devueltas a España y los cantonales, tras ser puestos en libertad, terminaron por volver a su patria con la restauración de la monarquía a finales de año.
El día 13, los vencedores entraban en la ciudad. Habían proclamado un indulto general, excepto para los miembros de la junta revolucionaria que, horas antes, habían embarcado en la fragata Numancia y en otro buque rumbo a Orán, tras romper el bloqueo. A bordo iban unas 800 personas que, años después, pudieron volver indultadas por Alfonso XII.
Fuente: Juan Carlos Losada. Historiador (para National geographic)
Para saber más:
Florencia Peyrou. La Primera República. Akal, Madrid, 2023.
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