Pizarro y los trece de la fama
Francisco Pizarro, nacido en Trujillo en torno a 1484, hijo ilegítimo e ignorado del capitán Gonzalo Pizarro el Largo, trató de hacer carrera militar, emulando a su progenitor. Lo intentó posiblemente en Italia, pero no tardó en desanimarse y optar por la frontera indiana, un mundo desconocido y difícil, pero lleno de oportunidades. En 1502 embarcó rumbo al Nuevo Mundo; recaló primero en La Española y luego en Castilla del Oro, donde residió bastantes años y se convirtió en un acaudalado hacendado.
Pero Pizarro no se conformaba con la fortuna, especialmente después de conocer la conquista de la gran confederación mexica por su sobrino Hernán Cortés, ansiaba otro gran imperio que conquistar y una gobernación con la que dar lustre a su linaje. Por ello, mientras otros se desanimaron por los magros resultados obtenidos hasta 1524, él supo mantenerse a la espera de su gran oportunidad.
La expedición al Levante
El 20 de mayo de 1524, en Panamá, los socios Hernando de Luque, Diego de Almagro, Pedrarias Dávila y el propio Pizarro suscribieron la primera Compañía del Levante. En el documento se especificaba que el trujillano encabezaría una expedición con el rango de “teniente de capitán general” del gobernador de Tierra Firme. El dato es muy esclarecedor, ya que, desde la misma génesis del proceso, el manchego Diego de Almagro asumió el papel de auxiliar. Toda la expedición dependía directamente del gobernador Pedrarias Dávila, que se involucró en ella. La inversión y los futuros beneficios se repartirían en cuatro partes. Después de la firma del acuerdo, el maestreescuela Hernando de Luque ofició una misa y partió la hostia en cuatro partes iguales. Desde ese instante gozaban no solo de la bendición temporal sino también de la espiritual, lo cual, en aquellos tiempos, no dejaba de ser una garantía.
La expedición se demoraría unos meses, pues no era fácil preparar una empresa desde Tierra Firme, dada la escasez de barcos y de hombres dispuestos a enrolarse. Por fin, el 14 de noviembre de ese mismo año de 1524, el trujillano soltó amarras con el navío Santiago –conocido popularmente como Santiaguillo–, llevando consigo un total de 112 españoles y un puñado de indios nicaragüenses. Tras algo más de dos meses de travesía arribaron al puerto que después se llamó del Hambre, donde muchos perdieron la vida de pura inanición y algunos resultaron heridos, entre ellos el propio Pizarro. Pereció casi la tercera parte de los expedicionarios, ya que los naturales practicaban sistemáticamente la política de tierra quemada para defenderse.
Dado que no encontraron alimentos, los expedicionarios resolvieron enviar al capitán Gil de Montenegro a la isla de las Perlas a por provisiones mientras Pizarro quedaba en tierra con ochenta hombres. Aunque estimaron que el navío regresaría en una semana, al final tardó un mes y medio. En ese lapsus fallecieron otros treinta hombres, unos de hambre y otros a manos de los aborígenes que periódicamente les atacaban. Después de innumerables penalidades, y cuando estaban al borde de la desesperación, apareció en el horizonte el navío capitaneado por Montenegro, que regresaba con algunos hombres y las bodegas repletas de víveres. Tras comer con fruición y recuperarse convenientemente, en marzo de 1525 decidieron proseguir su viaje.
El siguiente pueblo al que llegaron fue Punta Quemada, que encontraron desierto al tiempo que los indígenas los atacaron desde fuera y provocaron varias bajas entre sus filas. Todas estas penalidades fueron minando gravemente la moral de los expedicionarios, lo que obligó a Pizarro a plantearse el retorno. El trujillano tomó la decisión de regresar, pero no a Panamá, sino al cercano pueblo de Chochama para, desde allí, enviar a Nicolás de Ribera el Viejo con el maltrecho Santiaguillo a Panamá, en busca de refuerzos.
Mientras tanto, Diego de Almagro había pertrechado el navío San Cristóbal con víveres y 64 hombres de refresco, y zarpado en busca de su socio. Debieron cruzarse en el camino con el Santiaguillo, pero, para desgracia de todos, no se vieron. Almagro desembarcó justo en el mismo puerto de donde había huido su socio, con tan mala fortuna que les atacaron los naturales. Varios españoles resultaron heridos, entre ellos el propio Almagro, que perdió el ojo derecho. Y pudo ser peor, pues lo hubiesen rematado en el suelo de no haber sido por la intervención de Juan Roldán y de un esclavo africano propiedad de este último. Tras recuperarse, continuaron la jornada al encuentro de Pizarro. Finalmente, ambos socios consiguieron reunirse en Chochama, donde acordaron que el manchego acudiese a Panamá para ayudar a Nicolás de Ribera en la búsqueda de refuerzos mientras Pizarro permanecía a la espera. Se trataba de evitar que todos diesen por fracasada la jornada, aunque probablemente también le avergonzaba la idea de presentarse en el istmo con las manos vacías. El balance no podía ser más desesperanzador; no solo no habían obtenido beneficios significativos, sino que había perdido la vida casi la mitad de los expedicionarios.
Nuevas penurias
Pese a la ausencia del trujillano, todos interpretaron en Panamá que la suerte le había sido esquiva. Ello no dejaba de ser un grave problema, primero porque Pedrarias Dávila, con razón, dio por fracasada la expedición y, segundo, porque resultó muy complicado reclutar nuevos hombres y conseguir dinero para la nueva jornada. Finalmente, la segunda expedición zarpó del istmo a mediados de enero de 1526 con 110 hombres alistados por Almagro, que se sumaron al medio centenar de efectivos que permanecía junto a Pizarro. Los medios navales se limitaron a los dos barcos del primer viaje, el Santiago y el San Cristóbal, así como tres canoas de apoyo para los desembarcos.
En los primeros días de enero llegaron a Pueblo Quemado y tuvieron el primer encontronazo con los naturales. Después de varios días de combates tuvieron que reembarcarse sin botín tras incendiar el pueblo –de ahí el nombre–. Luego pasaron por las islas de las Palmas y la Magdalena, y por otros puertos, sin demasiado éxito. En un golpe de suerte que sirvió para elevar la moral, en el primer lugar en que desembarcaron no hubo resistencia y, tras abandonarlo sus habitantes, pudieron robar a sus anchas y obtuvieron un botín de unos 15 000 pesos de oro. Sin embargo, la pesadumbre no tardó en volver a rondar la cabeza de la hueste ante tanto contratiempo y los reiterados ataques de los indígenas, que siempre los recibían de guerra.
El trujillano decidió enviar de nuevo a su socio Almagro a Panamá en busca de víveres y, a ser posible, de refuerzos, al tiempo que el piloto Bartolomé Ruiz de Estrada continuaba el reconocimiento de la costa hacia el sur. Pasado un tiempo, la omnipresente hambruna volvió a arreciar; unos perecieron de hambre o de enfermedades, y otros a manos de los naturales.
En medio de la zozobra, a finales de 1526, retornó Bartolomé Ruiz con una excelente noticia: había avistado una balsa con una pequeña vela que evidenciaba pertenecer a una civilización superior. Para asegurarse apresaron a sus tripulantes, dos muchachos y tres mujeres. Una vez interrogados, obtuvieron otro dato crucial: se trataba de una embarcación comercial en la que transportaban diversas manufacturas incas para trocarlas por coral carmesí. Asimismo, dijeron ser naturales de Túmbez y súbditos de un gran señor.
Las noticias eran por fin esperanzadoras; sin embargo, poco después retornó Almagro de Panamá con información menos halagüeña: el segoviano Pedrarias Dávila había sido destituido y, el nuevo gobernador, Pedro de los Ríos, no confiaba en la empresa del Levante. No obstante, dado que trajo algunos hombres de refuerzo y abundantes víveres, decidieron continuar la jornada. Desembarcaron en el pequeño poblado de Atacámez, en el actual estado de Ecuador, y pusieron en fuga a sus pobladores. Desgraciadamente, tampoco aquí hallaron un botín de consideración. Muchos de los expedicionarios, enfermos y agotados, volvieron a desesperarse y solicitaron insistentemente el retorno a Panamá. Tanto fue así que hubo incluso una tentativa de rebelión, aunque al final no se llevase a cabo por temor al fracaso. Los dos socios discutieron sobre la continuidad de la empresa y la persona que debía regresar a por refuerzos. Superados los recelos personales y convencidos de la necesidad de seguir adelante, acordaron que, como en otras ocasiones, fuese Almagro quien regresara a por refuerzos mientras el trujillano se refugiaba en la isla del Gallo, donde apenas había comida, pero estaban a salvo de las acometidas indígenas.
El mito de la isla del Gallo surgió cuando el nuevo gobernador de Panamá, Pedro de los Ríos, decidió enviar una expedición para traer de vuelta al grueso de la fuerza de Pizarro. Las privaciones habían sido de tal magnitud que, al parecer, algunos hombres lograron hacer llegar al nuevo gobernador un mensaje oculto de auxilio en el que se quejaban de la lamentable situación que vivían y exponían sus deseos de regresar. Pizarro aceptó parcialmente la decisión y permitió el retorno a los que lo solicitaban. En cambio, él resistiría, consciente de que su desistimiento suponía no solo la humillación y la ruina, sino también el final de un sueño por el que había luchado durante lustros.
Mapa de las primeras expediciones de Pizarro y la ruta de los Trece de la Fama. Pincha en la imagen para ampliar. © Desperta Ferro EdicionesLos Trece de la Fama
La historiografía pizarrista ha idealizado los sucesos en la isla del Gallo para ensalzar las dotes del trujillano. Hernán Cortés supuestamente quemó las naves en Veracruz y espetó a sus hombres la famosa frase: “el que quiera ser rico que me siga”. Como no podía ser de otra forma, Pizarro hizo lo propio en la isla del Gallo. Según las crónicas de la época, el trujillano, que deseaba seguir adelante, tuvo una inspiración: con la punta de la espada trazó sobre la arena de la playa una raya y se dirigió a sus soldados. Señalando en dirección a Panamá, les dijo “por aquí se va a Panamá a ser pobres”, y acto seguido, apuntando a la propia isla, les dijo que allí encontrarían hambre y miseria hoy, pero riqueza y fama mañana, y les espetó: “¡los que sean valientes que me sigan!”. La mayoría de los hombres corrió a embarcarse en el navío de auxilio, capitaneado por Juan Tafur, con tal ímpetu, decía un cronista, “como si escaparan de tierra de moros”.
Solo trece hombres permanecieron junto al trujillano. Los primeros en cruzar la raya fueron el propio Pizarro y el piloto mayor Bartolomé Ruiz de Estrada, a los que siguieron los trece restantes. Corría el mes de mayo de 1527 y comenzaba así la leyenda de la isla del Gallo. De un total de ochenta y cinco hombres, solo trece permanecieron con Pizarro, es decir, en torno al 15 %. Bien es cierto que muchos de los que marcharon se reengancharon después, en la tercera jornada, o en momentos posteriores, y consiguieron una cierta fortuna.
Pero analicemos paso a paso la leyenda. Obviamente, la narración muestra una teatralidad difícil de creer por más que la historiografía se haya encargado de repetirla hasta la saciedad. Como la mayoría de las leyendas, sin embargo, encierra un fondo de verdad que podemos verificar por cronistas como Francisco de Jerez, que fue testigo presencial. La realidad era muy cruda y nadie quería permanecer en un lugar en el que solo habían encontrado penalidades. Seguía sin haber oro y, en cambio, lo que sí padecían era una hambruna crónica, además de heridas a manos de los belicosos indios que encontraban a cada paso. Hasta 1525 apenas consiguieron obtener mil pesos de oro, una verdadera ruina desde el punto de vista económico, pues no alcanzaban ni para pagar los buques aprestados. Nadie en sus cabales quería jugarse la vida a cambio de nada, por lo que casi todos pretendían regresar a Panamá y, según López de Gómara, “renegaban del Perú” y de sus falsas riquezas.
Tradicionalmente se ha afirmado que se quedaron tan solo trece, o al menos esos son los que recordaba Francisco Pizarro, aunque Girolamo Benzoni habla de catorce, Antonio de la Calancha de doce y Francisco de Jerez, secretario del trujillano, amplía su número hasta los dieciséis. Todos tienen parte de razón; la línea la pasaron quince personas contando a Francisco Pizarro y al piloto mayor Bartolomé Ruiz de Estrada. Este último estaba con los Trece, pero fue sacrificado por Pizarro para que, en su nombre, fuese a negociar la continuación de la empresa ante el gobernador. También se quedaron forzosamente los dos lenguas o intérpretes, Felipillo y Manuel. Así pues, dado que el piloto Bartolomé Ruiz debió marchar a Panamá, cruzaron la línea quince, pero permanecieron catorce –como dice Benzoni– o dieciséis, si incluimos a los dos indios lenguas, lo que da la razón también a Francisco de Jerez.
La lista con los nombres concretos de los Trece de la Fama la reflejan con pocas variantes diversos cronistas y, además, aparece reproducida en la capitulación de Toledo de 1529, en la que el trujillano pidió para todos ellos la hidalguía o, en caso de poseerla, el rango de caballeros de espuela dorada. Sus nombres son los siguientes: Bartolomé Ruiz, Cristóbal de Peralta, Pedro de Candía, Domingo de Soraluce, Nicolás de Ribera, Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Halcón, García de Jaén, Antón de Carrión, Alonso Briceño, Martín de Paz y Juan de la Torre. El primero de ellos, Bartolomé Ruiz, aunque cruzó la raya, marchó junto a Juan Tafur para ayudar a Diego de Almagro a organizar los refuerzos. Por tanto, en cualquier caso, es verosímil pensar que fueran algunos más, quizá los dieciséis que cita el siempre fiable secretario de Pizarro, y que los trece, incluido su capitán, que aparecen en la capitulación de Toledo, sean solo los supervivientes de aquella empresa.
No parece, sin embargo, que estuvieran mucho tiempo en la isla del Gallo, pues pronto decidieron trasladarse a la isla de Felipe, conocida poco después como la de la Gorgona, que estaba algo mejor aprovisionada. Esta se encontraba a unos cien kilómetros de la isla del Gallo, lo cual no dejaba de ser un trayecto largo en unos momentos en que los medios de transporte eran muy limitados y las fuerzas estaban justas, pero mereció la pena, pues disponía de agua dulce, así como de caza y pesca abundantes, por lo que la obtención de alimentos era asequible.
Allí esperaron durante algo más de dos meses el retorno de Diego de Almagro. Según Benzoni, a los pocos que permanecieron con él, Pizarro “se lo agradeció mucho, haciéndoles grandes promesas y suplicándoles que tuviesen paciencia” hasta la llegada de refuerzos. No le faltó tesón a ninguno de ellos, pues pasaron todo tipo de calamidades, como hambrunas y lluvias torrenciales. Según el Inca Garcilaso, se alimentaron casi exclusivamente de marisco y culebras y “otras sabandijas”, y se encontraban en una situación límite cuando apareció en el horizonte Bartolomé Ruiz de Estrada. Los refuerzos habían tardado nada menos que siete meses, por lo que fueron recibidos con emoción y alborozo. Traían víveres para saciar su hambre, pero muy pocos hombres de refuerzo, prueba de la escasa o nula confianza que en esos momentos despertaba la empresa liderada por el trujillano. Dado que el nuevo gobernador había dado un plazo de seis meses para que retornaran y solo había pasado la mitad, Pizarro dispuso que el piloto Bartolomé Ruiz reconociese la costa hacia el sur.
El hallazgo de Túmbez
En noviembre de 1527 abandonaron la Gorgona guiados por los indios tumbesinos, que ya podían actuar como intérpretes. La suerte no tardaría en sonreírles. Conducidos por el experimentado piloto, continuaron hacia el sur y anclaron en el golfo de Guayaquil, donde decenas de indios se apiñaban en la costa para contemplar la extraña mole flotante de los recién llegados. Hasta ese momento todo habían sido calamidades; a partir de entonces seguirían los esfuerzos y los sufrimientos, pero junto a ellos aparecería el mejor de los estímulos, algunas muestras del ansiado metal dorado.
Tras pasar por Chira, al tiempo que divisaron algunas balsas de tumbesinos que iban a luchar contra los de la isla de la Puná, oyeron hablar de la ciudad de Túmbez, de la que se decía que era muy opulenta. Pizarro se entrevistó con un orejón –nombre que recibían los funcionarios quechuas–, quien antes de marchar le pidió algunos hombres para llevarlos consigo a mostrarles la citada ciudad. El capitán eligió a Alonso de Molina y a un negro acompañante. Estos fueron los primeros en visitar la ciudad, que les pareció de buen porte, con sus casas de piedra y algunos edificios importantes, entre ellos la fortaleza. La información de Molina fascinó al trujillano de tal manera que quiso verificarla y envió una segunda delegación encabezada por el artillero badajocense Pedro de Candía, a quien consideraba una persona “de buen ingenio”. Este consiguió entrar sin derramamiento de sangre y quedó impresionado por la supuesta grandeza de la urbe. En realidad, no era gran cosa, pero sí bastante más que los poblachos que habían visto hasta ese momento, y disponía de un magnífico templo dedicado al sol. Y lo que era mejor aún, algunos tumbesinos le comunicaron que dependían de un gran señor que vivía a muchas jornadas de allí. El artillero quedó tan impresionado que tomó algunas llamas e indios y retornó a donde estaba Pizarro, ante quien magnificó lo que había visto.
El trujillano creyó haber encontrado lo que venía soñando desde su llegada a Panamá hacía casi dos décadas. Por ello ni siquiera se detuvo a comprobar la veracidad del relato. Su sueño se había hecho realidad. Tras explorar otro tramo de costa hacia el sur, creyó llegado el momento de regresar para reclutar más hombres y empezar la conquista de ese gran imperio. Fue recibido por el gobernador Pedro de los Ríos con honores, al tiempo que circulaban por todos los confines de Centroamérica los rumores de la existencia de un rico reino al sur. Según Cieza de León, en Panamá no se hablaba de otra. Sin embargo, cuando Pizarro planteó al gobernador Pedro de los Ríos la necesidad de organizar una nueva empresa, este se negó, pues no pensaba despoblar una gobernación para poblar otra, máxime con el gran coste humano que hasta ese momento habían tenido las jornadas de Levante.
La conclusión de los tres socios, especialmente de Francisco Pizarro, solo pudo ser una: era necesario acudir a España para conseguir una capitulación. Por fin creían haber encontrado el sueño dorado que habían estado buscando. Hasta ese momento, las expediciones habían sido un rotundo fracaso, al menos desde el punto de vista económico. Solo Diego de Almagro declaró haber gastado de su propio bolsillo, en las dos primeras jornadas, más de 30 000 pesos de oro. Los tres socios, que antes de 1524 eran personas acaudaladas en Panamá, estaban en 1529 casi arruinados y fuertemente endeudados.
Fuentes:
- Cieza de León, P. (1985): Crónica del Perú. Madrid: Sarpe.
- Jerez, F. de (1992): Verdadera relación de la conquista del Perú. Madrid: Historia 16.
Para saber más:
- Busto Duthurburu, J. A. del (2000): Pizarro, 2 vols. Lima: Ed. Copé.
- Goligorsky, L.; Morales Padrón, F.; Micheluzzi, A. (1992): Francisco Pizarro en Perú. Los Trece de la Fama. Barcelona: Quinto Centenario.
- Mayoral, J. A. (1994): Los Trece de la Fama o la conquista del Perú. Madrid: Anaya.
Autor
Esteban Mira Caballos es doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla y miembro correspondiente extranjero de la Academia Dominicana de la Historia (2004) y del Instituto Chileno de Investigaciones Genealógicas (2012). Está especializado en las relaciones entre España y América en el siglo XVI. Ha publicado veinticuatro libros, así como más de un centenar de artículos en obras colectivas, congresos y revistas de investigación. Entre sus obras más recientes, figuran La gran armada colonizadora de Nicolás de Ovando (Academia Dominicana de la Historia, 2014), Hernán Cortés: mitos y leyendas del conquistador de Nueva España (Badajoz, Palacio Barrantes Cervantes, 2017) y Francisco Pizarro: una nueva visión de la conquista del Perú (Crítica, 2018).
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